Daniel Freidemberg sobre Necromancia, de Rae Armantrout


Prólogo 





Como si fuera una aclaración al final, o un complemento necesario, la antología termina con un poema titulado “Errores” y, aunque no haya sido puesto con esa intención, funciona como un cierre, uno de los mejores cierres posibles o uno de los más pertinentes, como si tendiera sobre lo leído en las decenas de páginas precedentes un manto de duda, y/o como si supusiera que lo escrito tiene siempre algo de error, al menos para quienes quieren encontrar ahí alguna certeza, alguna enseñanza, alguna seguridad, algún entusiasmo. No hay modo de acceder a la poesía de Rae Armantrout sin renunciar a cualquier lectura crédula o ansiosa o demandante, a cualquier posibilidad de salir de ella iluminados o esclarecidos, como no sean iluminaciones o hallazgos muy provisorios, que duran apenas hasta la próxima línea o el próximo tramo del poema. No es eso lo que más vale ir a buscar a este poesía sino, apenas, y nada menos, conformaciones de materia verbal dispuestas para que sobre ellas trabaje la lectura, realidades para atender, como quien mira un paisaje o una escena urbana, por el gusto de ver y apreciar lo que la siempre ajena realidad presenta a los ojos, sin pedir a lo que se ve otra cosa que lo que se ve: movimientos, colores, formas, variaciones de la luz, contrastes, presencias inusitadas o no, coincidencias más o menos sorprendentes, reiteraciones, texturas. La variedad de lo existente y que, porque de veras existe, siempre es un poco imprevisto y un poco desconcertante si lo vemos sin sujetarlo a un esquema previo de interpretación, en el que cada cosa ocupa el lugar que tiene preparado en el casillero de la mente, o sin que lo ordenen los filtros de la costumbre.
Pero, además, en el poema “Errores”, como en muchos de los de esta autora, no cuesta ver una indirecta descripción del funcionamiento de la escritura de Armantrout: el lugar en el que está el sujeto del que se habla en el primer verso es un lugar equivocado, y ni siquiera él se reconoce en esa persona a la que le están sucediendo “esas idas y vueltas (…) dirigidas por un mecanismo secreto” que, a pesar de eso, o por eso, él o ella, esa persona, “necesita contarle a alguien”. Y escribe entonces ese poema, para contar o dar cuenta de eso que pasa y que ni ella ni nadie sabe qué es, pero que merece ser contado: lo que importa es que “eso” pasa, ocurre, y que no se lo pueda entender bien o reconocer del todo es algo propio de las cosas que existen sin ajustarse a nuestra voluntad o a nuestras intenciones. Y esa última línea que, en la segunda parte del poema, luego de que alguien dice que cruza la puerta hacia un banco de piedra, sin querer (“¿sin querer decirlo?” se pregunta inmediatamente), agitando a cada paso su imagen, termina aclarando que lo hace “como lo haría cualquiera”, introduce el elemento que faltaba: no hay nada de excepcional en lo que acá ocurre al protagonista de la acción (o a la protagonista), por más extraño y contradictorio que suene todo. No se está hablando de hechos maravillosos ni de grandes aventuras ni de desvaríos, sino de las cosas que le pasan a cualquiera, que sólo se ven de manera distinta porque se eligió una mirada liberada de cualquier programa que la organice, dispuesta a sorprenderse, o, sencillamente, a ver, a percibir, sin exigencias. Lo primero que queda destituido en la poesía de Armantrout es el yo, si por “yo” se entiende una figura en la que uno puede reconocerse sin vacilaciones, en la que uno puede afirmarse, o a la que uno puede presentar como certificado de solvencia ante la sociedad o ante uno mismo, o como garantía de coherencia.
La frase “como cualquiera”, por otra parte, produce en lo que el poema viene diciendo una modificación, interrumpe la dirección del pensamiento para agregarle un matiz inesperado, una leve mutación que conmueve el estado de cosas. Son muy propios de la poesía de Armantrout los movimientos de ese tipo: nada está seguro en lo que es o nada es del todo eso que es, o lo que hasta ahí uno suponía que era, y todo puede ser re-pensado, como en la vida, si uno se anima a admitir los propios modos que tiene la vida de darse ante uno, poco o nada dispuestos a adaptarse a los esquemas que nos fabricamos para entenderla. Y ahí reside algo básico en esta propuesta: no sujetarse a ninguno de los esquemas a los que echamos mano para ver o pensar el mundo, o pensarnos. “Creo que algo es ‘realista’ cuando consigue oponer resistencia a la ideología –declaró la poeta en una entrevista–. Me interesa lo real que sólo puede ser aprehendido como ruptura violenta, algo que se abre paso por la superficie del mundo humano imaginario. Quizá sea esta la causa de tantas interrupciones en mis poemas. ¿Están tratando de abrir espacio para ‘lo real’ en este sentido? La poesía puede calmarnos o hacer que permanezcamos de puntillas. Obviamente, a mí me interesa más lo segundo.” Tanto como una posición filosófica o ideológica, sin embargo, me parece ver ahí una razón poética, y me refiero con eso a una poética que apuesta a la movilidad, al juego y al cambio, al placer de las variaciones y el de apreciar qué ocurre en los modos en que unas palabras, visiones o ideas suceden a otras.
Es fundamentalmente poético el disfrute del trabajo mental que nos propone la lectura, y a su modo es musical (si pensamos a la poesía como “música de palabras”), porque tiene mucho que ver ese disfrute con la relación, incluso en la métrica y la acentuación, de unas líneas con otras, con su mayor o menor longitud, con las reiteraciones de palabras o sonidos, las interrupciones, los cambios de ritmo, el juego entre lo preciso y lo impreciso, entre lo contundente y lo leve. En palabras de Armantrout: “mis propios poemas, como usted sabe, tienden a estar construidos por pequeñas secciones a menudo separadas por asteriscos, por lo que siempre estoy parando y arrancando. Creo que me siento atraída por los bordes, los límites, por ejemplo, entre ser y no ser, la vida y lo inanimado, proseguir o adelantarme, como escribí en el poema apertura de mi primer libro, Extremities: ‘el brillo de los bordes / captura la mirada otra vez// para aproximarse a estas espadas!’. En mis poemas, me gusta virar de repente, como si escapara de algo, y también me gustan las paradas repentinas, permanecer al borde del acantilado.” Si ese placer, que se percibe físicamente y de inmediato en los poemas tal como la autora los escribe, en el inglés de Estados Unidos, puede también ser vivido por quienes leemos esta antología, habrá que agradecérselo al trabajo de traducción de dos poetas que, como Aníbal Cristobo y Patricio Grinberg, saben, por poetas, a qué se están enfrentando cuando se enfrentan a una propuesta como esta, pero también a que aquello que hay de radicalmente musical en la escritura de Armantrout (en “su espíritu”, por así decirlo, sobre todo en el sentido de “aliento”, pero no solamente en ese sentido) es tan decisivo y básico para esa escritura que de algún modo tiene que transmitirse a la versión en otra lengua, o transmitir algo de esa fuerza. No es lo mismo que leerlos en inglés, pero eso que aquí se lee en castellano tiene mucho de lo mejor que anima a la poesía de Rae Armantrout, y permite acceder en castellano a algo que solamente Armantrout consigue hacer cuando escribe poesía.
A eso que solamente la poesía de Armantrout tiene para ofrecer, y viene ofreciendo desde hace más de treinta años, lo veo formando parte, a su particular manera, de una de las corrientes más vigorosas y singulares de la poesía norteamericana moderna, y de la poesía en general desde las vanguardias en adelante, tal vez la que mejor ha conseguido prolongarse, siempre renovada, atravesando períodos culturales y modas literarias, a la manera de un impulso que, en vez de al mercado editorial o a las instituciones literarias, atiende ante todo a su propia necesidad de mantener la palabra en vilo, imponiéndose por eso a las instituciones literarias y, en parte, al mercado editorial. Una línea de poesía, diría, que viene de William Carlos Williams, pasa primero por Louis Zukofsky, Charles Reznikoff, George Oppen y otros integrantes del “objetivismo norteamericano”, y luego por Denise Levertov y Robert Creeley hasta Charles Bernstein y la Language Poetry –en la que se suele incluir a la propia Armantrout–, pero a la que también de una manera u otra reconozco en los poemas de Gertrude Stein, E.E. Cummings, algún integrante de la beat generation como Jack Kerouac y el mismísimo John Cage, y hasta tendría antecedentes ya en Emily Dickinson, quizá no casualmente una poeta que resultó decisiva para la formación de Rae Armantrout, junto con Williams.
“Poesía de la palabra viva”, es el nombre que se me ocurre para esa corriente, y si se me replica que toda poesía está hecha, si es poesía, de palabra viva, respondería que, cuando digo “viva”, quiero decir que esa palabra late, respira, se abre paso, tiene cuerpo, peso y espesor, toma decisiones, no pide para estar viva aprobación al lector –ni al autor, en buena medida– sino establece sus propias condiciones de existencia, responde a sus propias razones, y por eso mismo se vuelve necesaria, por lo que permite sentir o experimentar a quien se le acerca. Ocurre algo hermoso –decía Robert Creeley– “cuando esa rima, cuando esa congruencia de sonidos que ocurre en el tiempo con la suficiente cercanía como para resonar, hacer eco, y recordar, cuando eso nos mueve al placer y la intensidad, y se siente la cualidad física del movimiento de las palabras con una gracia que no distorsiona nada.” Se trata, según Creeley, de “decir cosas, y decirlas con una articulación que imprima un carácter físico a las palabras que se han convertido, esa es la maravilla”, como “también es una maravilla cuando los ritmos que las palabras pueden encarnar mueven a un eco y a una congruencia semejantes. Es un lugar, en suma, al que uno llega, donde las palabras bailan, en verdad, informándose unas a otras, captando la atención, provocando participar.”
Participar es la idea. Leer ya no es atender a lo que piensa o siente otra persona –un poeta–, o reconocerse en lo que esa otra persona escribió, sino la inextricable alegría de ir viendo cómo se manifiestan las palabras, y los pensamientos, las sensaciones y los interrogantes que con ese manifestarse de las palabras sobrevienen, y, más aun, hurgar en esa extraña materia verbal como quien acepta un desafío o se interna en un territorio desconocido, no sólo sabiendo que se encontrará con sorpresas y momentos de desconcierto sino deseándolos, poniendo a prueba sus propias capacidades de lector, haciendo de la lectura un juego y un trabajo, ahí donde juego y trabajo son exactamente lo mismo. Aunque la materia que se ofrece a ese trabajo, en casos como el de Armantrout, la constituyen, más que palabras, frases, o, más aun, tramos de discurso, que se disponen sobre la página como unidades de realidad con consistencia propia. A lo que me estoy refiriendo, cuando aquí digo “palabra”, es a algo más vasto y básico que una unidad léxica: hablo de materia verbal, de nada muy diferente de lo que Roland Barthes llamaba “escritura”. Poesía que no se propone ser otra cosa que escritura, ni nada menos, pero serlo al máximo, con todo lo que trae aparejado la escritura, que nunca es inocente ni actúa en el vacío. Por eso mismo, porque, por su sola existencia, pone en juego lo humano, a una poesía como la de Rae Armantrout o la de Creeley o a la de Cage no hay que pedirle nada sino dejar que sea, que se haga, que se concrete, con lo que implica dejarla en serio ser: estar dispuesto a ver cómo decide presentarse y poner todas las capacidades que uno tenga al servicio de esa tarea, despojándose hasta donde se pueda de prevenciones y expectativas, y finalmente hacernos cargo de lo que durante el trabajo o juego de la lectura nos toque experimentar y que inevitablemente nos concierne, porque eso que queda puesto en juego al conformar esas construcciones de materia verbal que llamamos “poesía” somos, nos guste o no, nosotros, los que las escribimos y los que las leemos.
Lo digo desde la distancia que me da vivir en Argentina, donde no es nada fácil acceder a la poesía que se escribe en Estados Unidos y donde a Rae Armantrout no la leyó casi nadie. No ceso de asombrarme, desde ahí, ante la extrema audacia de esta mujer y ante las razones profundas, nada caprichosas, a las que me parece que responde esa audacia, que, por lo tanto, no es audacia, o al menos osadía, sino fidelidad a un modo de entender la escritura, el suyo, no por obediencia al mandato de “ser original” o para presentar un “perfil de escritor” reconocible, sino porque es la única manera de lograr que eso que se hace de un lugar en la página tenga algo de verdadero, que esté ahí porque no responde a nada más que a su propia necesidad de concretarse como escritura. Digo, para decirlo de otra manera, que me llama la atención, desde el lugar donde la veo, hasta qué punto ante una poesía como esta empiezan a tambalear muchas de las alternativas –iba a escribir “falsas alternativas”, pero no hay alternativas falsas en poesía– que se dan por seguras cuando se habla de “poesía actual”. Cuestiones como objetividad, lirismo, validez o no de la metáfora, lenguaje coloquial, realismo o poesía conceptual o “del pensamiento” dejan de ser opciones porque todas caben como posibilidades dentro de una propuesta, la de Armantrout, para la cual todas son modos de concreción de la palabra, ninguno más valedero que otro, y eso, concreciones del lenguaje, es lo que se le presenta al lector para que vea qué hacer con ellas y con las relaciones que entre ellas puede establecer. Objetos hechos de materia verbal que tanto pueden dar cuenta de recuerdos de infancia como reflexionar o divagar sobre lo eterno, el dinero, la metáfora, el presente o el significado de las palabras, y hasta sacar conclusiones (que no dejan de exhibir su carácter provisorio), o bien transmitir impresiones, interrogantes, sensaciones, observaciones (algo que alguien hizo, algo que se vio o se vivió), estados mentales, fantasías (“Rezamos/ y la resurrección sucede”), o frases tomadas de la televisión o de alguna conversación, o juegos de palabras, o slogans, y que así, como trozos de realidad verbal, se ponen a la vista en la página, no para “decir” algo, y menos aun “revelar”, porque nada muy importante hay para decir: se trata de dar lugar a todo lo que suscita que se dispare lenguaje vivo, palabra que por algún motivo reclama ocupar un sitio en el poema para que el poema suceda, como una realidad que, como tal, merece respeto y atención, y por eso, porque lo que es realidad es siempre un desafío, nos importa.
Se podría, sí, en ese caso, decir que algo se revela: ninguna verdad trascendente o universal sino las cosas mismas en lo que cada una tiene de particular, la capacidad de existencia irreductible que hay en los objetos que componen la vida, incluidos los objetos hechos de palabras que se escucharon en la calle o pasaron por la mente. Star Trek, lavaderos de coches, la voz grabada de un servicio telefónico, los nombres de Gödel y Hawking, dos gordos pelados con remeras grises y bermudas beige, el canario Tweety, algo de lo que el cuerpo y la mente perciben durante un viaje en avión o durante un atasco en la carretera, se suceden como componentes de una realidad escrituraria, a veces con la precisión epifánica de un haiku (“ese pequeño halcón en el cable/ sobre flores enmarañadas”), pero en igualdad de condiciones con tramos metafóricos (“el día levanta su red/ de aproximaciones/ cercanas”) o momentos de poesía conceptual (“El habla, también, fue pensada/ para que la habitara/ un dios.”). Son realidades verbales siempre: ¿por qué a uno debería interesarle leer que “Distraído, en la caja,/ un hombre compra tres tipos de chocolates// y un paquete de salchichas.”? No estamos ante el gesto conformista de quien se complace en exhibir lo banal o lo insignificante como anunciando “todo es banal e insignificante, esperar otra cosa es pura ingenuidad o pretensión”, ni la impasibilidad del discurso de Armantrout tiene algo que ver con la indiferencia, sino, por el contrario, resulta, o parece resultar, de una decisión radical de no interponer elementos –emotivos, declarativos, connotadores de nobleza o sublimidad, impactantes, escandalizadores– que interfieran en la lectura, o que la determinen, porque eso que aparece en los versos tiene que importar por sí mismo. Si fue incorporado al poema es porque es interesante, significativo: ese sería uno de los presupuestos sin los cuales no hay cómo acceder a esta poesía, y a esa cualidad de “interesante” no hay cómo probarla ni depende de ningún requisito previo, sino de una disponibilidad espiritual como la que requiere la lectura de un haiku: por alguna razón, que no necesita explicarse, y que cualquier explicación sofocaría, es significativo el chapoteo de una rana en el haiku de Bâsho, y no casualmente, tal vez, también en la formación de Armantrout tuvo bastante incidencia la lectura de haikus.
El rótulo “objetivismo”, en ese sentido, no es inadecuado, si implica la disposición a reconocer la dignidad de lo que existe por el solo hecho de que existe, está ahí, independientemente de nuestra voluntad. Si no existe más o menos porque nos importe más o menos a nosotros, si su existencia no tiene que ver con nuestros deseos o nuestras necesidades, aprender  a ver que existe lo que existe es empezar a apartarnos de la soberbia del yo, de sus aspiraciones de omnipotencia e interesarnos más en lo que no somos, dejar en cierto modo de ser, de saber. “Extrañeza” es la palabra clave, más que cualquier otra, para dar cuenta de la poesía de Rae Armantrout, no sólo porque es la actitud de la que esa escritura surge sino porque, además, e ineludiblemente, hay que leerla extrañado, desconcertado incluso. Requiere lectores desprotegidos, lectores inseguros, y no habrá posibilidad de leerla si no se parte de suponer, o de intentarlo al menos, que no hay nada previo a la lectura, nada acordado ni consensuado, nada que dar por cierto. Ni siquiera el sentido de las palabras: qué dicen o qué quieren decir es algo que no está claro del todo. Es como si ese “querer decir”, ese “significar” fuera siempre provisorio, estuviera más insinuándose que revelándose, o haciéndose todo el tiempo, dándose a diversas posibilidades. Aunque Armantrout no es de los poetas que rompen la sintaxis o distorsionan las palabras, no es fácil, las más de las veces, saber a qué se refiere, o al menos saberlo bien: “Él siempre dijo que mis poemas eran solitarios, como si cada cosa (palabra, persona) detenida, esperara un significado.”, se dice en “Más allá”, un poema de Up to Speed, y es verdad, porque Armantrout escribe contra la idea de que todo tiene que cerrar, de que todo es explicable –o inexplicable, que es lo mismo–, contra la suposición de que algo pueda ser completo o evidente: hay un pájaro, en uno de los poemas de Incompletamente, de Juan Gelman, que “va// de la conciencia al mundo/se encadena/ a los trabajos de su vez/ (…) dibuja// su claro delirio/ con los ojos abiertos/canta// incompletamente”. La poesía, se puede entender, o cierta poesía, como la de Gelman o la de Armantrout, canta incompletamente, al ser lenguaje que “no cierra”, que nunca termina de significar y por eso no se agota ni se presta a la manipulación. Y también hay incompletud en tanto se escribe iluminado por el saber de la insuficiencia del lenguaje, apostando al misterio o al exceso implícito en lo que falta o lo que no puede ajustar.
Nada se completa en esta poesía. “Yo siento la experiencia, en cierto modo, como incompleta”, declaró Armantrout. “Y siento que así es para la mayoría de la gente. Acaso sea eso lo peor o lo mejor de nuestra condición humana. Siempre creemos que debe de haber algo más, algo mejor. Por eso mis poemas a veces terminan de repente, quizá sin puntuación, desde luego sin el sentido de una verdadera conclusión. Se asoman a lo que falta.” Ahí, en lo que le reclama internarse el enigma abierto por lo que no quedó dicho o no se termina de entender, le toca trabajar al lector, y en ese trabajo reside uno de los principales placeres que le depara esta poesía, que es también el placer de asistir a los encuentros imprevistos de realidades diversas. El viejo placer de las asociaciones inexplicables que tanto explotaron los surrealistas no está tan muerto como se supone, aunque en el caso de Armantrout esas asociaciones ya no tengan nada de extravagantes, ni de llamativas ni de curiosas, ni haya motivos para suponer, como en el surrealismo, que abren paso a una realidad superior, una súper-realidad, porque ya no hay más mundo que el que tenemos ante nuestros ojos, y de lo que se trata es, precisamente, de acceder a él. Y acceder a él implica encontrar los modos de hacerse cargo de que es un mundo diverso, heterogéneo, hecho de realidades disímiles, resistente a los relatos que fabricamos para encontrarle una inteligibilidad y así sentirnos más seguros. No es que no haya un orden tras ese aparente desquicio que es la poesía de Armantrout sino que a ese orden, siempre incierto, hay que encontrarlo, o, mejor aun, intuirlo, como a una red de relaciones subyacentes, y en la energía que libera esa gozosa tarea está una de las principales fuentes de la poeticidad de esta obra. Hay mucho de lúdico, de divertido incluso, en esos encuentros poco comprensibles, o sorprendentes, o desacostumbrados. Porque es para la costumbre que son incomprensibles, al fin y al cabo, y a lo que se apuesta es precisamente a romper la costumbre, o, más bien, a no obedecerle, a no responder a lo que ella nos dice que son el mundo y la vida. La experiencia de vivir desacostumbrado, aunque sea ocasionalmente, es una de las posibilidades que corresponde agradecer a buena parte de la mejor poesía: la de Rae Armantrout es una de las que hoy mejor cumplen esa función, y, en ese sentido, bien puede considerársela una poesía política.
No es que sea política en el sentido más usual del término: no interviene en las disputas, legítimas o ilegítimas, por el poder, por la capacidad de decidir, por las posibilidades concretas de cambiar algo en la sociedad. Es política en el sentido de que hace posible una cierta liberación de los poderes que nos afectan y nos modelan, al menos durante la experiencia de lectura y mientras duran las reverberaciones de la experiencia de lectura, que no siempre se disipan del todo. Hay una liberación en el momento en que nos alejamos o nos desprendemos de la confianza en los instrumentos por los cuales los poderes, instalados en nuestras subjetividades, nos manejan: las visiones del mundo, los sentidos de las palabras, la creencia en las relaciones establecidas, el reconocimiento en alguna identidad, la costumbre. Contra la modelación de las subjetividades, la poesía de Rae Armantrout no propone una nueva modelación o una modelación opuesta, sino una capacidad de resistirse a toda modelación, de ir volviendo a descubrir en cada momento las razones de estar en el mundo.


Daniel Freidemberg





2 comentarios:

  1. ...querría decir más cosas sobre este "prólogo"...siento que debería decir más cosas...pero mi incapacidad (llamémosla indulgentemente mi pereza) lo único que me permite es repetir (pobremente, fríamente) una y mil veces: E X T R A O R D I N A R I O...

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