El poema, un cuerpo que danza

Júlia Studart
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El plan de este, el primer libro del portugués Gonçalo M. Tavares, publicado por primera vez en 2001 , dividido y numerado en 114 fragmentos, tiene que ver con lo que el autor parece desarrollar como política de escritura: la literatura como un cuerpo-bailarín que oscila entre la ficción, el ensayo y la anotación y, principalmente, como un pensamiento sucesivo que viene de un pasado reminiscente y se lanza hacia el presente. Un método de excavación arqueológica del texto que se da a través de repeticiones incesantes, de ideas sobre el cuerpo y de resistencias en el mundo ahora —cuando la literatura también llega como un movimiento arqueológico de colisión con el espacio. Tanto así que Tavares escribe el nombre del juego ya en el “subtítulo” del libro: “proyecto para una poética del movimiento”.
Tenemos ahí el comienzo de la elaboración de sus apuntes o de sus investigaciones, o sea, de su proyecto con una escritura que busca acompañar [como aventura] la idea de un cuerpo leve y de un cuerpo para la danza, movida por un pensamiento de la danza o incluso un pensamiento hasta la danza. Lo que marca aún la imprecisión de un gesto de escritura, de un movimiento suelto del cuerpo de la escritura:
la coreografía del cuerpo leve y pesado de la frase como un poema que es también un cuerpo que ensaya y al ensayar encuentra siempre otra cosa, impura e informe. La danza del cuerpo llega como un accidente mutuo que puede y debe  ser rearticulado de otra manera y, así, sucesivamente, en un sinnúmero de combinaciones infinitas, un ensayo infinito.
Por eso, la operación de escritura de Gonçalo M. Tavares que se puede leer y ver en este libro, entre el fragmento y el poema, parte exactamente de los usos del ensayo: primero como método y modelo literario, procedimiento de reflexión crítica, experimento intelectual y estudio sobre algo, y, después, como acción, acto en sí, entrenamiento, repetición, coreografía, experiencia del cuerpo y de la desnudez. Estamos, con este libro, delante del poder de la ficción y de un deseo político del espíritu libre y sin gravedad, sin territorio y sin meta, posesión y desposesión para componer dúos o un neutro, siempre abierto a provocar desvíos en la historia. Cuando la escritura llega, como nos indica Nietzsche, como un cuerpo que se pregunta todo el tiempo si es capaz de danzar.
Y el dibujo compuesto por Gonçalo M. Tavares en este libro sigue, muy de cerca, algunas sugestiones de Nietzsche en torno de un cuerpo desobediente capaz de reírse de la ineptitud de las creencias y de las maneras espirituales. Dice el filósofo en un pasaje de La gaya ciencia: “¿Sabe caminar? Mejor aún ¿sabe bailar?” Nietzsche nos presenta aquí una especie de clinamen, que es aquello que pende, aquello que se desvía o aquello que puede provocar un desvío: “estoy acostumbrado a pensar al aire libre, caminando, saltando, escalando, bailando, sobre todo en montes solitarios o muy cerca del mar, allí hasta donde los caminos se muestran ensimismados. Mis primeras preguntas para juzgar el valor de un libro, de un hombre, de una música, son: ¿sabe caminar? mejor aún, ¿sabe bailar?”

Ese clinamen, entonces, indicado por él, es un probable actor de la modernidad frente al movimiento cinético, lo que lleva a una posibilidad de trazar los puntos de contacto del trabajo de escritura de Gonçalo M. Tavares, en este libro y  en varios otros, con el pensamiento de Nietzsche. Desde una lectura de la historia cumplida a través del ensayo y cómo esto se arma como una potencia política de escritura ficcional, o sea, como intervención en el espacio de la historia. Y allí no apenas para cumplir decir, un DICHTUNG, si no decir como un moverse en la historia tal cual los impasses del poeta moderno
/contemporáneo —aquel que parece estar después y antes de la historia en una colisión de tiempos, en una perspectiva que es, tal vez, la de quien se coloca entre el orden civilizatorio y se pregunta acerca de lo humano en los tiempos de ahora. He aquí la tarea de la poesía: el poema como un cuerpo que danza, y sin moneda de troca.
Por eso es muy importante resaltar aquí que la expresión “gaya ciencia” tiene que ver, directamente, con la poesía practicada por los provenzales en el siglo XII, lo que también parece interesarle mucho a Gonçalo M. Tavares. La expresión deriva del provenzal, lengua usada por poetas como Arnaut Daniel y Guilhem de Peitieu, e indica una habilidad y un espíritu libre para cumplir la tarea de la poesía. El poeta brasileño Augusto de Campos, traductor de poesía provenzal, inserta esa poesía, a partir de las ideas del poeta americano Ezra Pound, como un arte entre la literatura y la música, como una participación, como una visión desmitificadora de los juicios o prejuicios de la sociedad medieval. No solamente por la crudeza del vocabulario, sino también por el uso de términos eróticos que se distancian de la idealización amorosa sugerida por los primeros lectores de esa poesía, muy anteriores a Nietzsche, por ejemplo. Y es justamente en La gaya ciencia donde  el  filósofo  nos  presenta  sus  ideas  sobre  el  eterno

retorno, extraídas del estoicismo griego [pero completamente distintas], una legítima y plena afirmación de la vida; sus tesis sobre la muerte de Dios, que tienen que ver con la pérdida de referencias universales, como las ideas cristianas acerca del alma, del misterio de la omnisciencia divina, de la vida eterna, de la moral, etc.; y es también Zaratustra, el antiguo profeta persa, a quien él reinventa.
Así, en este Libro de la Danza, ya es posible pensar las formas de la escritura de Gonçalo, con Nietzsche, como una movilidad de la danza para generar una utopía. Leer y ver la incorporación que hace de algunas capacidades de cuánto puede un estado de danza para mover el cuerpo de  la historia a partir de vestigios, desconfianzas y sospechas — las sobrevivencias. Este libro aparece, así, como un cuerpo político confrontado con lo que puede ser aún utopía y, en una transparencia, distopía.

TAVARES Y EL LIBRO DE LA DANZA


Dar forma a una estética propia, esperar a que dé flores y luego repetir fórmula en múltiples variantes a lo largo del tiempo es el resumen de lo que una mayoría de autores entiende como un proyecto artístico. En el caso de Gonçalo M. Tavares (Luanda, 1970) abundan los motivos para no temer la aplicación de esa tortura, al contrario, se ha mostrado a lo largo de su producción indagador, mutante, con esa intranquilidad del que comprende que nada puede darse por definitivo, menos aún en el ámbito de la estética. Prueba de esa actitud de duda sistemática y reformulación la encontramos en el “Libro de la danza” (Kriller 71) una obra indócil que, contra lo que podría suponerse, es de creación anterior a todas las ya publicadas ―con éxito― en España. El propio autor la define como “investigación”, su editorial la presenta ahora como “poesía” y puede explicarse sin conflictos como una propuesta aledaña del aforismo (dicho sea de paso, sólo faltaba que tuviéramos que vérnoslas con la teoría de los géneros a estas alturas). Leído ahora que tenemos buena parte de su obra accesible en España ―como en otros 45 países― el “Libro de la danza” adquiere mayor relevancia y se convierte a la vez en suministrador de claves que nos permiten valorar a Tavares con justicia, cuando parece que una lluvia de premios ―todos los portugueses los tiene― quiera difuminárnoslo.

Júlia Studart, poeta y profesora de la Univ. de Río, traza en el prólogo una línea que pone en conexión esta obra con “La gaya ciencia”, de Nietzsche. Porque allí el bigotudo y prusiano filósofo echa mano del saber alegre que representa el amor cortés como réplica del nuevo modelo de mundo que cuajará en el Renacimiento, y que se define por oposición al saber grave e incontrovertible de la religión y el orden moral que sustenta. “Nuestras primeras preguntas ―dice Nietzsche― sobre el valor de un libro, una persona, una música rezan así: ¿sabe andar, o mejor aún, ¿sabe bailar?”. La insinuación es jocunda, efectiva como un matasuegras en la cara de un registrador de la propiedad: caminar es el movimiento de la gente bien, pero bailar es mucho más loco, porque incluye el placer, la alegría, todo eso que la caspa repele por inductor de la disolución. En esa metáfora del baile alegre encuentra Tavaresla ocasión idónea para pensar la vida y sus conjuntos desde una perspectiva libre, sin otra deuda que con la alegría que reclama para el hombre. “La vida es un experimento del que conoce”, dice también Nietzsche en “La gaya ciencia”. Y por lo que vemos en “El libro de la danza” Tavares lo asume con todas las consecuencias.

Tavares asume, entonces, una vocación de conocimiento. Pero no habrá forma de llevarla a cabo si no es desasiéndose de toda coerción moral, o cultural, religiosa o histórica ―en la medida en que eso sea posible―. Para mirar a cara descubierta a la vida y sus componentes ―los bailarines del libro― que ejecutan como saben, o como imaginan que debe ser un modo existencial ―su danza― ese requisito de libertad es innegociable. El camino que deberá seguir Tavares en ese proyecto será por fuerza una senda arbitraria, sin más programa que el de la intuición, para sondear los diversos aspectos de la realidad como haría un aforista. O un ensayista de la línea Montaigne. En ese tanteo ―en esa danza― hay que superar ese prejuicio básico de nuestro pensamiento occidental por el que el hombre se considera preeminente: no es centro de nada el hombre, no es el Master del Universo: “dominar primero el instinto de/ dominar la naturaleza”. Más adelante, como en un intento de neutralizar cualquier delirio de grandeza, recordará: “Al cuerpo al que le faltan Movimientos lo llamamos/ INcompleto./ Al otro lo llamamos dios”. Y evidentemente el cuerpo INcompleto somos nosotros, simples peones de la historia, aunque reales, porque “Dios no se exhibe” ―acota con ironía―. Un buen antídoto frente a los delirios de grandeza que periódicamente nos intoxican consiste en detenerse a considerar nuestros límites, “El problema”: “Ejecutar y esculpir el problema de la imposibilidad de prohibir/ la enfermedad”; “Esculpir en los átomos el gran Problema/ ejecutar el problema de la imposibilidad de prohibir la Muerte”. La metafísica, en fin, habría dado otros frutos a poco que el filósofo hubiese caído en la cuenta de que un solo puñal, “el PUÑAL puede interrumpir la Coreografía-VIDA pero el/ PUÑAL no puede interrumpir la coreografía-MUERTE”. Si algo permanece de tantos prohombres del pasado, eso es su coreografíainterrupta y casi siempre mediocre.

Gonçalo M. Tavares

Le llega el turno al sofisticado constructo religioso-filosófico sobre el que se hincha el ser humano, y Tavares no se va a retener de fustigarlo: “la proporción está muerta./ la geometría trae tristeza./ la matemática es imposible (…) el cuerpo es la biografía de las últimas horas de la CARNE al frente de la técnica”. ¿Qué decir, entonces, de la Estética, cuál es el peso específico que le adjudicamos en este asunto de la existencia? “Lo importante es la belleza de lo Imposible”, dice como simulando una respuesta. Si algo levanta al ser humano sobre su menuda condición es precisamente su valentía para intentar un nuevo paso de danza que nadie antes haya intentado, su salto mortal frente a sí mismo: “el ERROR el error sólo comienza al corregirlo, cometer un error y avanzar no es cometer un error: es avanzar”. Hay que asumir los límites, parece decir Tavares, asumir la carne, la enfermedad, los flujos y las heces ―lo que es ostensible y nos define―: “la ORINA sale al lado de los Hijos y los Hijos al lado de las heces”. En esa cualidad medible es donde se halla el origen del léxico, lo que no deja de ser sintomático: “Vocabulario de las manos y de los dedos. Vocabulario de las Piernas, del Corazón (…) alfabeto del calor y de las aguas, alfabeto del pelo y del útero”. Al fin se impone la evidencia de que un bailarín ―todo bailarín― no es más que un pleonasmo, una redundancia innecesaria: “2 testículos/ 2 ovarios/ 2 senos/ 2 pulmones (…) Una Muerte”. Luego la asimetría, lo excepcional, eso es la muerte. Ahora sí, el bailarín está en condiciones de desentrañar, si no el sentido de su vida, al menos su urgencia. Y su urgencia, aunque tal vez esté feo decirlo, es la Alegría: “Contribuir a la población de los Alegres. Tener Hijos en la población de los Alegres”. Vivir el cuerpo mientras dura, “tener en el cuerpo un único sistema que desespera y salva”. La conclusión de toda esa encuesta se acaba imponiendo, y al final cabrá en un solo verso: “la felicidad es más importante que la realidad, por lo tanto”.

La traducción y edición de este “Libro de la danza” permite comprender mejor la extensa-rara-diversa-lúcida propuesta literaria de Tavares, que aquí hemos conocido en su vertiente más narrativa. Varias de sus obras son recorridos inesperados sobre los temas y obsesiones de sus autores fetiche (ValéryBrechtJuarrozCalvinoWalserElliot...), y recientemente han sido agrupados bajo el epígrafe “El barrio” en la edición de Seix Barral (2015); en otras ocasiones ha transitado el lado violento de la experiencia humana, con la tetralogía “El Reino” (“Un hombre: Klaus Klump”, “La máquina de Joseph Walser”, “Jerusalén” y “Aprender a rezar en la Era de la Técnica”); ha ensayado una epopeya moderna de trazada joyceana en “Un viaje a la India” (Seix Barral, 2014), ha incursionado en el lado menos amable del hombre en sus “Libros negros” (de los que en España tenemos hasta la fecha “Agua, perro, caballo, cabeza” (Xordica, 2010), ha puesto en marcha una “Enciclopedia” de reflexiones personales, las “Breves notas sobre Europa” (CCCB, 2014), y añádase a todo ello que también ha cultivado la poesía, el teatro, un “Atlas del cuerpo y de la imaginación”, etc. etc. Toda esa materia literaria desarrollada en años siguientes ―y todavía en proceso― se encuentra de alguna forma justificada y condensada ya en este “Libro de la danza”, lo que da, además, un valor inesperado al libro como compañero de todas las otras lecturas.

Inteligente y seductor como se ha presentado aquí, del “Libro de la danza” no debe esperarse un prontuario de frases para recitar, ni fragmentos versionables en modo canción, y no sé si eso se compadece con un país que considera a Benedetti la esencia de la poesía y que eleva a Marwan como líder de ventas en el ramo. Es, de eso no hay duda, una obra mayor de la poesía europea actual, con una vocación iconoclasta que la conecta con lo mejor de la vanguardia S. XX, y que milita decididamente en el lado de la subversión. Dentro del catálogo de Kriller 71 es perfectamente entendible junto al conceptualismo americano de Charles Bernstein, las propuestas arriesgadas de Mary Jo Bang, la ironía cool de Ben Lerner o las nuevas voces brasileñas de Arnaldo Antunes y Ricardo Domeneck. Falta saber si también entre el público acostumbrado a un tempo poético como el nuestro encontrará la acogida que se merece. En este caso le avala su propio nombre, que cuenta en España con una legión de seguidores (lo sepan o no, a estas alturas ya todos danzantes). 

Robin Myers. Lo Demás

Mezcolanzas



La casa siempre es una casa nueva,
y el idioma no es casi nunca el mío.
Incluso cuando me decido a hablar,
aún no estoy preparada.

*

Tus frutas
y tus piedras,
las piedras de tus frutas,
tus bosques arruinados,
los bosques de tu ruina––
y tu desolación,
tus caballos escuálidos,
tu viento,
tus ventanas,
tus encurtidos,
tus frutillas improbables,
tus láminas de pan––
tus nudillos sangrantes
tus fuentes agotadas,
tus montañas modestas,
tus llantas arrumbadas,
lo que quedó de tu paciencia,
tu tristeza y su tráfico––

*

Me encuentro en buena salud.
Me encuentro en camino.
Me encuentro impaciente.
Me encuentro en una ciudad que todo el tiempo arrasan hasta los cimientos.
Me encuentro en el baño del subsuelo de un shopping center con paneles de vidrio.
Me encuentro incapaz de soportar hasta la idea de olvidar
cómo pasás tus manos sobre toda mi cara,
cómo con toda la piel de tus manos
tocás toda la piel de mi cara, como si fuera aire.
Me encuentro privada de mi idioma, acá.

Me encuentro molesta por el desnivel de la vereda
entre aquello que hacemos y lo que no.
Y dónde.
Y cómo tropezamos por ahí.
¿Y dónde estás?
¿En cuál estás de todos los absurdos innumerables de la intimidad,
con los que me refiero a la geografía,
a la memoria y a los aeropuertos
y al aire?

*

Las colinas desnudas
forman un arco, exhalan hacia donde
van las rutas––

el cielo quiere que
se acerquen, pero
no les permite entrar.

Las rutas son delgadas,
tensos recordatorios, arañazos
de uñas sobre la piel,

que parecen decir: Más adelante
seguirás recordando
lo que te hice.

*

¿Quién sos, que te chupás la sal de los dedos en casa del vecino?
¿Quién sos vos, que dormís mientras se escuchan tiros?
¿Quién sos vos, que te negás a traducir lo que me escribís en la espalda?
¿Quién sos vos, que llorás al insultar al policía?
¿Quién sos vos, que dejás que me levante de la mesa mientras el arroz sigue en la olla
al fuego, entre nosotros?

*

Tus escobas,
tu lavandina,
tus techos testarudos,
tus gatos y sus gritos,
el brusco volantazo de tu amabilidad,
tu desdén generoso–
tus bufandas,
tu sudor,
los eternos atajos empolvados de tu arrepentimiento––
tus tormentas de arena de deseo,
tus incendios cansados,
tus caños de metal,
tus higos inflamados,
tus ojos rojos,
tu insistencia en ser el primero en marcharse
o el último en quedarse––
tus incineradores,
tus puertas oxidadas,
tus masas hojaldradas,
tu risa,
el cigarrillo sin filtro de tu fe––
tus funerales a la medianoche,
tus camiones furiosos,
tu furia,
tu respiración cuando dormís,
tus dientes en mi cuello,
tus máscaras,
tu lujuria––

*

De pronto, nos hallamos en la cama, después de haber estado a punto de hacer algo diferente, como ir al lavadero. Pronto me encuentro al borde de un precipicio a gran altura, pensando estremecida cómo será llegar al fondo ––me encuentro ya casi destrozada al momento del impacto, el golpe ya se siente como un golpe, el dolor ya es dolor y la alegría, alegría––; y, temblando en las puntas de los pies de mi respiración, me encuentro llorando, mi cara cerca de la tuya; tu cara de repente se parece a la mía, sólo en su desconcierto, rogándote, casi exigiéndote: “¿Cómo hago para estar donde estás vos?”.

*

La casa siempre es una casa nueva,
y las cortinas aún no están colgadas,
y duermo de manera honesta y turbia, me despierto a menudo,
sin ninguna intuición de a qué distancia
me encuentro del océano o del choque que hubo en la autopista,
de la base militar o las huertas,
o de cualquier lugar más limpio o devastado, o inundado
de buganvilias, o que tenga
un cielo más taponado de nubes que el de acá.
Con lentitud, todo regresa a mí: paredes y rincones,
zapatos encimados, una pintura torpe,
mi cadera y su ancla, el cráter apacible
dejado por mi cráneo al sentarme derecha.
Siempre me quedo en donde estoy.

*

Se la pasan hablado de que el mundo está roto,
¿pero acaso no está riesgosamente entero,
aunque amenace siempre con quebrarse?––
los muchachos que están despatarrados y apiñados
sobre los escalones del colectivo en movimiento,
los estantes colmados, los aviones
grávidos, el pavimento solamente un modo de endurecer la piel
de la cosa, la cosa,
el aro un mero adorno
de la barrera, los grafitis tan sólo un comentario
acerca de la piedra, los meniscos de la leche
apenas un intento por imitar la olla que se calienta al fuego.

¿Dónde está el fin?
¿Qué va a ser necesario para ablandar las superficies?
¿Para quebrar los bordes?
¿Vas a ayudarme en algo?

Tomamos la cerveza del pico, derramamos
encima de la mesa espuma, que deja una película insignificante,
nos movemos rozando el mimbre de las sillas,
chocamos las rodillas mientras aguardan nuestros huesos
en la cálida vaina de sus jeans.

Los limones,
cortados por sus vientres
y puestos en un bol,
son la única genuina violación de este largo día.

*


Tus manos en mi cara,
toda la piel de tus manos en toda la piel de mi cara, como aire.
Tus autos oxidados,
tus sueños a los gritos,
tus uniformes,
tu basura en llamas,
tus golosinas de almendra,
tu polvo.
Tu confianza.
Tus rodillas que van palideciendo,
los callos de tus pies.
Tus cuchillos,
tus venas,
tus barricadas.
Tu té,
tu menta,
tu porro que fumás con las ventanas bien cerradas,
tus ojos bien cerrados y tus perros
envenenados, tus granadas y sus joyas
hechas jugo.
Cómo te estremecés cuando acabás,
como si fuera otra pérdida reprimida,
otra forma de gracia momentánea
e implacable, que vos no compartís.

Romina Freschi sobre Orange de Silvina Mercadal

Rayon


Leer Orange es estar dispuestx a una aventura fabulosa, aquella que propone el través (travesía/travesura): la posibilidad de transmutar y permutar reinos:

Con la aplicación/de ensueños, placas/ irisadas lacas/campos magnéticos/ tensados entre/ los abismos”.

Una historia embrollada, como definía Deleuze en La lógica del sentido, en la que cada punto (poema, verso, letra, imagen, historia, tópico, lógica, podemos tomar la unidad que sea) propone el contacto con otra serie, que abre a su vez otro mundo.

La intertextualidad está puesta en primer plano, como comprobamos con la nota que la autora nos dona al final de la serie.

A partir de las primeras oraciones de la novela Reina Amelia de Marosa Di Giorgio, se abre una “línea – torsión recursiva, encastre, caja china...”, “reescritura divergente”, en la que la divergencia es el sostén para la convergencia.

En el final de Reina Amelia, el autor (no Di Giorgio, sino uno de los personajes de la ficción) otorga a su protagonista, Lavinia, un “nombre secreto de flor”.  Es así cómo despega Orange, como un gajo en flor y con un fruto, que es un mundo.

Si lo construido como cotidiano nos previene de la inminencia de caer por hoyos, en la literatura ése es el meollo, su inmanencia es su capacidad conductora:

 “En la salita de los libros / de meditar, la enciclopedia/ de gruesas tapas doradas/ las letras de mineral / y de colores preciosos. / Decía 'Lo sé todo / lo sé todo', abría / el pórtico, las edades / de la tierra y del cielo / estampas brillantes / abría, el majestuoso / cortejo de cosas / desconocidas “.

En el cortejo de libros de Silvina Mercadal encontramos portales intertextuales desde el inicio. Constitutiva y reiteradamente Marosa Di Giorgio, pero también Delmira Agustini, Tim Burton, Lewis Carrol, Tzu Lang, Reynaldo Jiménez ¡hasta Echeverría!. Es una obra que busca la vida, la desalienada, y en ella, la lectura es un pasaje entre y hacia muchos otros; paisajes, lógicas y reinos. La autora nos va dejando pistas y homenajes.

Lila, la protagonista que transmigra de la Lavinia de Reina Amelia, se nos expone, también como en la novela, en una acción-semilla: cruzar el cañaveral, vista desde distintos poemas y tiempos particulares de esa acción (mejor que subir al colectivo en Ejercicios de Estilo).

Los objetos que la acompañan, sus cintas, trenzas, caireles y un maletín de oro - sucintos pero potentes - inician líneas de recorrido en distintos transportes: voces, melodías, bocas, vientos, brillos, espejos, espejismos, memoria, todos amigos del asombro. Porque seguir una línea es encontrar otra, y otra, y otra, y cruzar un cañaveral puede tomar una vida, o un libro (o dos), enteros.

Al final, aquellas líneas se tornan estrellas muy poderosas, “púlsares”, no solo divergentes sino “refulgentes”.

Y sin embargo, no hay estallido ni exceso de materia. Hay precisión.

El brillo, que lo hay y mucho,  es el de un oro cotidiano: oro del lenguaje y de la aventura. Sensual convivencia de rozar el mundo e ir raspando las capas que no veíamos: lo oculto, lo olvidado, lo que otra luz devela.

A cada paso nos hundimos y nos salvamos y está claro:
 “el dispositivo / lógica sinrazón / las notas, las partículas / cayendo oblicuas / y a la vez precisas”.

Lo puntual es precioso. No hay desborde. Cada palabra está medida y trabajada como una joya que formará joyeles o murales, prendedores, amuletos que se adapten a los distintos tamaños que nos exijen los mundos a atravesar.

Hay un contraste – producto de meras convenciones de legibilidad -  entre lo pulido del encastre, la apariencia simple y limpia de los objetos con el efecto rutilante y abismal que producen.

En ese claroscuro hay una fuerte política poética.

La palabra se inserta preci(o)sa en el verso, que hará plegarias, oraciones en el sentido de invocaciones y de conjuntos de pliegues.  Orar en Orange es desdoblar los pliegues, o doblarlos,  así se multiplicarán y oficiarán de panes, semillas,  mapas, retornos, conversaciones… Cada poema es fractal y más.

Y entretanto ¡entra tanto!. El embrollo es pluridimensional, abarca la lectura, la escritura, la labor, el recuerdo, el reflejo en el espejo.  Todo en una simultaneidad calibrada minuciosamente para que el poema no se desintegre en la tensión, sino que la tensión lo integre. Como una propia ley de gravedad.

En lo diminuto se juega la dimensión de lo justo. Porque el poema es huella, cifra; cada punto es artefacto, valija, botón que hay que pulsar para apreciar los efectos. Infinitos cuidadosamente plegados en objetos finitos.

Allí la vía recursiva/ (…) El sendero Lila explora/ bucles de tiempo / retiene el sonido/ el fluido arrullo/ de cascadas”

A la manera de un mundo mágico, el reino de Orange puede alzarse como un pop-up al encuentro con una voz que lee. “Cada ser revela parte de su secreto melodial”  dice la cita de Eguren, que inaugura. En esta secreción que es Orange, se oye la voz preci(o)sa de Silvina Mercadal pero también la propia de quien lee, si se atreve a leer en voz mágica.

Y en los alrededores, La meseta de Lis confirma, entre sus guijarros finísimos y pulidos, el desvío que envía, el portal que porta y el eco de “seres de seres dentro”; un deseo de la literatura y del intenso vivir: sostener el presente, o mejor dicho, el sinfin.



Romina Freschi 2017

Mercedes Mac Donnell sobre El Cuerpo: un ensayo de Jenny Boully

EL CASO DE LA POBRE JENNY
Así como se delinea con tiza blanca el exacto lugar que ocupa un cadáver en la escena del crimen, las páginas invadidas por el vacío de este libro de poemas cuyo subtítulo se enuncia como ensayo, son contundentes: existe un texto, un cuerpo, un poema. O existió, tal como lo evidencian la multitud de notas al pie de página que lo comentan con sumo detalle como si el libro realmente tuviese un cuerpo de texto concreto, visible, real, y no uno invisible, escondido, esfumado. Como el cuadrado blanco de Malevich o el 4´33” de Cage, el primer libro de poemas de Jenny Boully sorprende primero y luego –si uno es el lector que estas páginas esperan, como decía Borges- establece una suerte de conexión nueva y única con cada lector.
El Cuerpo (un ensayo) es un libro caótico, descentrado, inesperadamente erudito, ferozmente introspectivo, que desplaza al lector al espacio más subterráneo de la página y lo mantiene ahí, en los bordes y los márgenes, casi como si se tratara de una broma (ver nota 22). La correlatividad y la disparidad de las notas, junto a la lectura inevitablemente subjetiva de cada lector, impiden que la obra se defina como algo cerrado; esto hace pensar en aquel juego de lápiz y papel, en el que si uno tiene paciencia y va uniendo punto con punto, al final descubre cuál era la figura oculta bajo la nube de números.
Pero se trata de una expectativa irreal. El Cuerpo (un ensayo) es un libro que no existe, que nunca podría conocerse del todo. Lo único que queda de él son apuntes, pistas, señales, huellas, indicios, referencias de ese cuerpo de texto. Todo minuciosamente exhibido bajo la mirada del lector: como si la poeta hubiera dado vuelta su cartera encima de la mesa, para mostrarnos todo lo que tiene, todo lo que queda del libro: pensamientos dispersos, citas eruditas, fragmentos de diarios íntimos, numerosas cartas, instrucciones, listas, relatos de sueños, anécdotas infantiles, memorias traumáticas, trozos de conversaciones, postales, textos literarios y filosóficos. Todo está a la vista, todo significa, todo remite: desde Gilgamesh y El ladrón de bicicletas hasta Hamlet, Barthes y Heráclito. La misma voz que va, viene, rememora, explica, esclarece, desnuda, exhibe, que deconstruye una historia posible, parece decir: “Esta es toda la evidencia, todas las pruebas: saquen sus propias conclusiones”. Quién sabe, tal vez algún lector, alguna vez, resuelva el crimen (lo cual sería un caso de “ironía dramática” (ver nota 76: i).
Es imposible no leer este libro sin un mínimo de curiosidad, sin poner todo el tiempo en cuestionamiento su naturaleza, su intención, su sentido, su significado. Leer ya de por sí despierta interrogantes, dudas, deseos de saber. ¿Qué es lo que se está buscando (ver notas 10, 65, 83)? ¿Se trata de una historia de amor fallida? ¿Quiénes son Tristram, X, G, Andy, la gran poeta? ¿Hubo un crimen (ver notas 76, 91)?¿Es un sueño (ver nota 143) o una obra de teatro (ver notas 58, 132)?
Boully empuja al lector a ser receptivo, empático, entrar en una corriente de atención, como si fuera un detective analizando pistas, estados de ánimo, documentos, testimonios, confesiones. A medida que se avanza en su lectura, leer comienza a parecerse a atar cabos, inventar hipótesis, descubrir detalles: al leer nos imaginamos y nos hacemos una representación (si no clara, al menos pormenorizada) del texto desaparecido; de hecho, podría decirse que cada vez que alguien lee El Cuerpo (un ensayo), lo materializa, lo hace evidente, lo define (ver nota 8). El efecto literario que se genera es raro, extravagante, mágico. Aunque más no sea brevemente, el libro de Boully provoca atracción. Uno intenta entender, comprender, saber qué fue lo qué pasó; al igual que si el poema fuese un caso policial que requiere investigación (“oh, el caso de la pobre Jenny”, tal como escribió Pound, ver nota 28).
Se sabe: toda poesía es por definición experimental. Pero también es cierto que algunos poemas y algunos poetas lo son más que otros y, entre ellos, sólo unos pocos lo son en un sentido propio, único, distinto a todos. Con este libro, Jenny Boully sin dudas merece un lugar en esa reducida lista.

Mercedes Mac Donnell, 2017 

Maria Negroni sobre Hotel Insomnio, de Charles Simic

Cabaret Simic


Descubrí a Charles Simic hace muchos años, cuando encontré (y traduje) su pequeño libro dedicado a Joseph Cornell. Desde entonces, no he dejado de leerlo. El sesgo disolvente de su imaginación, la irreverencia de su voz, su expresión escurridiza hacen de él una voz única dentro de la poesía norteamericana actual.
Es cierto: Simic nació en Belgrado, donde pasó su infancia, en condiciones sórdidas. Pero eso no lo transforma en un poeta europeo: él no admitiría la adscripción.Sus referencias provienen todas, sin excepción, de la cultura norteamericana a la que emigró junto a sus padres después de la Segunda Guerra Mundial. Basta medir el lugar que ocupa en su imaginario la ciudad de Nueva York. Contra ese telón de fondo, desatinado y copioso, proyectará después sus recuerdos de infancia, los teatros mágicos y siniestros del amor, las desgracias de la historia y el tiempo, registrando cada detalle, como si fuera un coleccionista de detritus (y otros fragmentos de lenguaje), un ladrón tenaz de lo que ofrece la casa urbana.
No hay, quiero decir, otro cuerpo en Simic que ese festival de imágenes para seres desahuciados que se alza en el gabinete fantástico de Manhattan. No hay más gesto que esa suerte de extraña decepción feliz que se festeja sin estridencias. Como si hubiera encontrado, en una estrategia hecha de jirones, miniaturas, tonalidades callejeras y cierta mirada piadosa frente a los absurdos de la sociedad contemporánea, un modo paradójico de protegerse del orden y su crueldad, y también, de rebatirlo.
Lo ha dicho él mismo en una entrevista publicada en la revista The Paris Reviewa fines del 2005:“Las ciudades europeas son como grandes escenarios de Ópera. Nueva York, en cambio, siempre me pareció una suma de tinglados de feria donde, en cualquier momento y a la vuelta de cualquier esquina, podían aparecérseme la mujer barbuda, el traga-cuchillos o cualquier otro personaje circense.”
Más afín a James Tate, HartCrane, Mark Strand, W.S.Merwin o James Wright (y otros integrantes del grupo Deep Image Poets) que a los poetas del New York School of Poetry, Simic despliega una codicia material y espiritual, a la vez adictiva y propensa al extrañamiento, que todo lo trastoca. Un velatorio, un sex-shop o un cuarto de pensión (lo mismo da) pueden servirle de escenario para albergar las apariciones más insólitas: una esfinge que habla, un maniquí eléctrico que ilumina el deseo, una mosca neurótica que se posa en la sopa.
No se trata sólo de una combinación rara; se trata de una simbiosis paradojal entre una imaginería inaudita y un estilo narrativo terso, aunque elíptico, donde nunca falta el humor. ¿Cómo podría faltar? El humor es indispensable en esta ecuación que busca, por medio del descaro, e incluso la blasfemia, molestar al poder.
Ninguna intención didáctica, ningún deseo de alabar “la belleza” o de contarle al lector cuánto se sufre. Cualquier cosa, menos la solemnidad. Porque la solemnidad está asociada a las religiones, las ideologías y demás ortodoxias del pensamiento, es decir a todo aquello que quiere reeducar al individuo, encorsetarlo, coartar su imaginación y por ende, su libertad. Simic es más explícito aún: “Una verdad separada y purgada de los placeres de la vida, en mi opinión, no vale un rábano. Hay que poner a prueba las grandes teorías y los nobles sentimientos, primero en la cocina –y después, por supuesto, en la cama.” El objetivo es escribir un poema que “hasta un perro pueda entender”.
No confundir. Hay aquí, es cierto, una valoración de la frescura, la torpeza y la ineptitud que pueden contagiar veracidad al poema, pero hay también una dicción sofisticada y una preferencia por lo anómalo que favorecen la desorientación y vuelven todo más conjetural.Yo hablaría de una falsa sencillez, un poco desopilante, que funciona precisamente porque nunca se pierde de vista la irrealidad que, como bien sabía Hládik, el personaje de Borges,es condición misma del arte.
Como fuere, Simic propone un juego impar: ir a lo profundo de la verdad del alma, sin abandonar jamás los desvíos, la perturbación, la flânerie intuitiva. Atraído él también, como Stevenson, por “el encanto de lo circunstancial”, registra lo que ve su desobediencia, sin énfasis ni derroches, sin más finalidad que interrumpir la manía concatenatoria de la lógica, y reemplazar la clausura epistemológica por un banquete celebratorio de revelaciones (aparentemente) sin importancia.
Para decirlo quizá con más claridad: no hay fijezas en estos poemas de errancia. Ninguna epifanía que no aparezca calculadamente prostituida por la parodia ni insistencia que no acabe desarticulada.
De alguien que afirma: “No existe preparación para la poesía: cuatro años de cavar tumbas con un buen libro de filosofía en el bolsillo pueden servir tanto o más que cualquier universidad”, puede esperarse mucho. Al menos, no encontraremos sufrimientos viscosos ni retóricas chatas o anémicas o estériles; no habrá indigencias verbales ni optimismos higiénicos y deportivos.
¿Qué más se puede pedir?
Simic tiene, sin embargo, sus detractores. A pesar de haber recibido numerosos premios (fue, entre otras cosas, Pulitzer en poesía en 1990 y poeta laureado en la Biblioteca del Congreso de los EEUU en 2007), se lo acusa de flirtear con el surrealismo y de ser anti-intelectual, dos críticas, a mi entender, incompatibles. Por lo demás, a Simic no le cabe bien ningún rótulo. Su afinidad con el surrealismo—evidente en su embeleso con la ciudad y el cine negro, y en su percepción perspicaz de los vínculos entre sexualidad, crueldad e infancia— no lo afilia por fuerza a los severos manifiestos de Breton. Mucho más cerca de Tristan Tzara, de Alfred Jarry o de Apollinaire, esta poesía inaugura su propio Cabaret Voltaire al otro lado del océano.
Como las cajas de Cornell que tanto le gustaban, sus poemas son espacios donde desplegar una experiencia estética que es también una manera de entender el mundo. Después de todo, ¿no es acaso el poema una teoría de la poesía y esta última una teoría de la realidad?
El arte --pareciera decirnos Simic-- lee siempre un libro interior que habla de la ciudad del alma. Pero, en ciertas conjunciones o geografías temporales, ese libro y esa ciudad pueden coincidir y proyectar una suerte de museo no figurativo, lleno de juguetes verbales y enigmas sensuales, y un carozo de sombra también, porque no ver es hermoso. Lo que sigue es una fiesta de perspectivas más que humanas.


maría negroni 2017